Una vez que el peregrino vestido de blanco ocupó su asiento,
se puso el cinturón de seguridad y serenó su espíritu
en el amable silencio de la cabina, sin duda vinieron a su mente, cual
"aves de cuatrocientas voces", los múltiples rostros, los sonidos,
y como dijo el Presidente Emesto Zedillo los colores y los sabores de esta
tierra que sólo es vencida en generosidad por los empeños
y los amores de su gente. Vino también el cariñoso grito:
"Juan Pablo, hermano, ya eres Mexicano"...
Juan Pablo había viajado para encontrar, concentrados en el
santuario de la Virgen de Cuadalupe en el Tepeyac, a los pueblos de América.
A recoger su palabra, sus angustias e ilusiones. A expresar, desde el corazón
de un mensaje antiguo pero siempre novedoso, que el futuro de estos pueblos
no se escribe en términos de crisis, sino de esperanza, que la solera
religiosa, acendrada desde los tiempos más remotos, no es programa
de resignación pasiva, sino proyecto de compromiso con el progreso
comparado y la paz justa.